Cinco historias del 2021 que no puedes dejar pasar

MSF

Estas cinco historias relatadas a través de la voz de nuestros pacientes dan testimonio de las situaciones que debieron atravesar como consecuencia de diferentes conflictos y crisis humanitarias, más allá de la pandemia del COVID-19 que volvió a ser protagonista durante este año.

La pandemia del COVID-19 fue protagonista nuevamente en 2021 por sus impactos sanitarios, sociales y económicos. Sin embargo, mientras en muchos países del mundo se adelantaban las campañas de vacunación, fuimos testigo de diferentes crisis humanitarias que se han agudizado en distintos lugares del planeta y que trascienden a la pandemia. 

Estas cinco historias relatadas por nuestros pacientes dan testimonio de las situaciones que debieron atravesar como consecuencia de diferentes conflictos y crisis, más allá del nuevo coronavirus. Y reflejan, a su vez, su resiliencia y su valentía. 
 

1. Crisis migratoria en el Mediterráneo: un relato de huida y dignidad 

Kossi fue rescatado en el Mediterráneo tras huir de Togo

Sin acceso a vías seguras y legales, miles de personas intentan cruzar el mar Mediterráneo como último recurso para tratar de seguir adelante con sus vidas. A sus 34 años, Kossi*, un joven oriundo de Togo, fue rescatado por nuestro barco de búsqueda y rescate, el Geo Barents, de un pequeño bote inestable en medio del mar junto con otras 54 personas.

“Mi padre nos abandonó a mí, a mi madre y a mis tres hermanos. Ella tenía que alimentarnos y cuidarnos. Éramos extremadamente pobres. En 2005, debido a la agitación política en Togo, tuve que exiliarme en Benín. Dejé a mi madre atrás, fue muy doloroso. Por eso volví a Togo lo antes posible. Pero todavía éramos muy pobres. 

En septiembre de 2017, me fui de Togo a Nigeria, en donde trabajé durante dos meses para ahorrar dinero para poder pagar el viaje a Libia a través del desierto. De camino a Libia, fui capturado por la policía chadiana junto a otras 50 personas. Cuando nos enteramos de que los guardias chadianos hablaban de vender a la gente a otros contrabandistas, logré escapar. Durante tres días estuve escondido en el desierto hasta que pude llamar a un amigo para que me ayudara a llegar a Trípoli. Eso fue en enero de 2018.

Ya en Trípoli, algún tiempo después, bandas criminales irrumpieron en nuestra casa y robaron todo: teléfonos móviles, ahorros. Secuestraron a mi amigo, y desde entonces no he podido volver a ponerme en contacto con él. Me encontré solo, viviendo en la calle.

En 2020, me robaron y me atacaron nuevamente. Desde entonces no puedo caminar con facilidad.
En septiembre de 2021 intenté cruzar el mar Mediterráneo y fui rescatado por el barco de rescate de Médicos Sin Fronteras (MSF), el Geo Barents. Siempre pienso en mi madre. Si llego a Europa y consigo un trabajo, será para ella”.

*Los nombres se han cambiado para proteger la identidad de las personas sobrevivientes.

Leer más sobre la crisis migratoria en el Mediterráneo

2. Atravesar la peligrosa selva del Darién

Una de las afecciones más comunes que presentan las personas tras atravesar el Darién es el daño en los pies. La humedad continua, el contacto con la arena y el barro y la gran cantidad de días de caminata hacen que los pies acaben inflamados y dañados. P

Miles de migrantes llegan a la comunidad de Bajo Chiquito, en Panamá, tras caminar durante días por la mortífera selva del Darién, en donde enfrentan peligros naturales y grupos criminales que les asaltan y les violan. Buena parte de los migrantes proceden de Haití y Cuba, a los que se suman ciudadanos de diferentes países africanos francófonos, pakistaníes y yemeníes. Aunque muchos son adultos, también hay familias con niños y muchas mujeres embarazadas en avanzado estado de gestación.

Juan* es un cubano de 59 años que llegó a Bajo Chiquito luego de haber atravesado esta peligrosa ruta. Su familia sigue en La Habana. El salió de su país hace 3 años y trabajó en Brasil y Uruguay. 

“Trabajé en la siembra, en la construcción, como chófer, pero la situación económica y el ser migrante me decidieron a salir hacia Estados Unidos”. No esperaba lo que se encontró en el Darién. “Éramos un grupo de unos 20. Caminas desde las cuatro de la mañana hasta las siete de la noche, siempre embarrado, los pies siempre mojados, con arena, no te quitas las botas y acabas sin poder caminar. Hay montañas enormes, la Loma de la Muerte, por ejemplo, que es inmensa. Hay ramas por todas partes, mojadas, te resbalas todo el rato, precipicios y barrancos, ríos  rápidos y crecidas súbitas, animales que escuchas toda la noche…”.

“Nos asaltaron al segundo día de haber emprendido la travesía, un grupo de unos 7 u 8 hombres, con fusiles y machetes. Te registran y te quitan el dinero, los celulares, la comida, incluso la olla para cocinar. A las mujeres, las registran en sus partes íntimas, las amenazan, las separan del grupo y las violan. A algunas, repetidas veces”.

Juan llegó a Bajo Chiquito hambriento, sediento, con los pies destrozados y la piel comida por insectos. “Te lo advierten desde Estados Unidos, ‘no lo hagas, es terrible’. Pero la necesidad está y entonces piensas, si él lo ha hecho, ¿por qué no voy a poder hacerlo yo? Pero de verdad, no lo hagan, es terrible”.

La ruta del Darién en primera persona: «Corres el riesgo de perder la vida»

3. La vida en el corazón del conflicto en la región del Catatumbo, Colombia

Victoria, 70 años, en Tibú

El Catatumbo es una región colombiana trasfronteriza con Venezuela en la cual persiste una crisis debido al conflicto armado, las condiciones de precariedad en los barrios irregulares y la violencia contra las mujeres, niños, niñas y adolescentes. A este escenario se suma la migración masiva de miles de migrantes venezolanos y colombianos retornados, quienes inevitablemente han entrado a hacer parte de las dinámicas cotidianas de la región. Victoria, una mujer de 70 años que emigró de Venezuela a Tibú, relata cómo es su vida en esta zona.  

Migré a Venezuela desde Colombia en el año 1977. Viví sobre todo en Machiques; allá trabajé, tuve dos hijas y una casita con una tiendita en la vendía caramelos, hielo y comida. En los últimos años comencé a quedarme sola en mi pueblo porque la situación se puso horrible; lo que uno ganaba no alcanzaba ni para comer bien. Una de mis hijas se quedó trabajando en una finca con su esposo y sus dos hijos y a veces viene a Tibú a visitarme a mí y a mi otra hija.

Pasé de vivir en una casa de cemento en Venezuela a esta casa de madera en Tibú. Pasé de beber agua del grifo a recoger agua lluvia. A veces, una vez por semana, llega el agua al barrio, la traen potable, pero escasea y toca pagar. Gracias a Dios, cuando uno se está quedando sin agua llueve y así podemos recoger agua para bañarnos, para cocinar y para beber. Un sobrino trae agua de un pozo, pero este a veces se seca. Y bueno, también pasé de tener un baño a tener que ir allá, a la selva, para hacer mis necesidades. 

En los últimos años he tenido un dolor muy fuerte de cadera, pero es muy difícil que me atiendan en el hospital o lograr una cita con un médico, por eso tomo Ibuprofeno cuando puedo comprarlo, la verdad es que no me queda de otra. A pesar de todo esto, vivimos aquí porque al menos tenemos algo de comer y se presentan oportunidades de trabajo. Yo he intentado vender cositas acá en la casa, caramelos, panes, pañales y lo que pueda conseguir. Aquí las familias rebuscan lo del día, pero no mucho más, y eso es más de lo que teníamos antes.  Para nosotros los mayores esto es muy doloroso porque teníamos una vida construida en Venezuela y pensábamos que íbamos a envejecer tranquilos porque trabajamos mucho para conseguir lo que teníamos, pero ahora estamos aquí, sin agua, salud y sin poder reunirnos en familia”.

Lee más sobre el conflicto en Colombia
 

4. Vivir con diabetes en contextos de crisis humanitarias

Fatuma Bare y sus dos hijos que viven con diabetes en el campo de Dadaab, Kenia.

Un estudio que publicamos junto a la Universidad de Ginebra demostró que existe una variedad de insulinas capaces de almacenarse a temperatura ambiente hasta cuatro semanas. Este descubrimiento permite que las personas con diabetes en contextos de crisis humanitarias o con recursos limitados puedan inyectarse a sí mismas en sus casas, sin tener que ir al hospital para recibir inyecciones dos veces por día. La habilidad de inyectarse insulina a uno mismo es un aspecto fundamental del auto-tratamiento y de la capacidad de las personas con diabetes de empoderarse por su salud.

Fatuma tiene 27 años y es madre de 2 enérgicos chicos: Abdirahman Ali Diyat de 4 años, y Abdullahi Ali Diyat de 2 años. Ambos viven con diabetes en el campo de refugiados de Dadaab, en Kenia.
Abdirahman – Abdi, como le dicen – fue diagnosticado con diabetes cuando tenía 9 meses. “Solía orinar muy seguido y se veía débil la mayor parte del tiempo”, dice Fatuma. “Lo llevé al centro de salud más cercano, donde le dieron un poco de jarabe. Pero cuando empezó a perder peso, lo volví a llevar al centro de salud. Realizaron una prueba de azúcar en sangre al azar y encontraron que su nivel de glucosa en sangre estaba muy alto. Me preguntaron si alguien en mi familia tenía diabetes, pero no hay nadie que yo sepa. Pensé que sólo las personas adultas tenían diabetes, no niños tan jóvenes”.
Cuando su segundo hijo nació, Fatuma reconoció los signos. “No podía creerlo. ¿Cómo podía ser? Cuando Abdi fue diagnosticado, me estresé, sabiendo que tendría que tomar insulina por el resto de su vida. Cuando el más chico también fue diagnosticado, casi me rindo. Lloré”.

“Ellos son niños, no saben la gravedad de su condición. A veces cuando tengo que darles las inyecciones, se escapan y tengo que perseguirlos. Son difíciles de sujetar cuando ven la jeringa. A veces el azúcar está bajo, a veces está alto. El más chico es el más difícil de manejar. El de cuatro años empezó con las inyecciones hace un tiempo y ya está acostumbrado; lo ve como una rutina diaria”. Fatuma dice que fue bien entrenada por nuestro equipo de salud antes de que le dieran su propia caja de enfriamiento portátil y la insulina para sus hijos. Ella cuenta que el único desafío asociado a la caja de enfriamiento es que las ratas a veces la mastican, y los escorpiones y otros insectos pequeños se meten dentro para mantenerse frescos dentro del cálido clima de Dadaab. 

Para Fatuma, el mayor reto es conseguir suficiente comida para poder alimentar a los chicos coincidiendo con sus inyecciones. “Cada uno de ellos recibe dos todos los días: a la mañana y a la noche”, dice. “Con cada inyección, los chicos necesitan comer. Si tuviera que inyectarles más seguido, ¿dónde conseguiría alimento para darles? No tengo trabajo, y la ración de comida que nos dan desde el Programa Mundial de Alimentos apenas alcanza para siete días”.
El más chico experimenta hipoglucemia por lo menos dos veces a la semana y a veces con más frecuencia, especialmente a la noche. “Él no come bien”, dice Fatuma. “Trato de forzarlo a alimentarse, pero no quiere comer mucho. Por eso usualmente guardo un poco de comida en una olla, o algo de leche para darle a la noche. Antes solía darles dulces y galletitas, pero sus dientes empezaron a deteriorarse, así que dejé de hacerlo”.

El descubrimiento que ayudará a mejorar el tratamiento de la diabetes de personas refugiadas

5. Secuelas de la violencia en Cabo Delgado, Mozambique

Magrete, tuvo que huir de Palma Mozambique

Los ataques en Palma son ilustrativos de la violencia a la que se ve expuesta la población en el conflicto en Cabo Delgado, en Mozambique, que ha aumentado en intensidad y extensión en el último año. En Palma, como en muchos ataques anteriores, miles de personas se vieron obligadas a huir para salvar sus vidas, mientras que otras permanecieron atrapadas en los asentamientos cercanos al complejo de gas de Afungi. Magrete es una de las tantas personas que tuvieron que dejar su hogar tras los ataques en Palma.

“Quiero reunirme con mi esposo para que podamos empezar de nuevo y ver cómo podemos seguir adelante con nuestras vidas”, dice Magrete, quien huyó de su casa durante el ataque a Palma y actualmente se aloja en un albergue temporal instalado en un estadio en Pemba, la capital de la provincia de Cabo Delgado, en Mozambique.
“Recibí una llamada de mi esposo alrededor de las tres de la tarde del 24 de marzo. Me advirtió que la situación no era buena y que debía salir de casa con nuestros hijos y encontrarme con él en su lugar de trabajo. Incluso antes de que saliéramos de la casa, ya podía escuchar el sonido de disparos en la ciudad. Corrimos a la oficina de mi esposo y nos escondimos en el patio trasero. También había otros allí.
Pronto nos dimos cuenta de que no estábamos seguros allí y mi esposo nos ayudó a mí y a nuestros hijos a cruzar la cerca y huimos. Algunas personas no lograron escapar. No sabemos qué les pasó, si murieron o fueron secuestrados.

Llegamos a Afungi juntos: mi esposo, nuestros dos hijos y yo. Pero cuando el bote vino a rescatarnos, dijeron que mi esposo tendría que esperar hasta el día siguiente; estaban dando prioridad a mujeres y niños. Mi marido tiene un teléfono móvil, pero no he podido comunicarme con él desde que llegué aquí. No sé dónde está ni en qué condición se encuentra.
Vivíamos con miedo en Palma. Sabíamos que otras aldeas habían sido atacadas, porque perdí el contacto con mis padres que vivían en Quinina, en el distrito de Nangade (que ha sido atacado en múltiples ocasiones desde 2018). Mi sobrino fue secuestrado en Palma y no sabemos en dónde está. Y ahora también he perdido el contacto con mi marido…

Esperaré aquí unos días, pero si no puedo ponerme en contacto con mi esposo, necesitaré ayuda para llegar a Mueda. Voy a tratar de encontrar a un pariente y buscar a alguien allí que pueda tener noticias de él. Quiero reunirme con mi esposo para que podamos empezar de nuevo y ver cómo podemos seguir adelante con nuestras vidas».

Mozambique: «La gente corrió al monte para salvar su vida»
 

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